Infants




En la cálida seguridad del hogar, Alfred sonreía, y se encontró recordando el truco que le habían hecho una vez Alexia y él a un guarda. Tenían seis o siete años y Francois Celaux era el jefe de turno, uno de los favoritos de su padre. Era un servil adulador, pero sólo para Alexander Ashford.

Una tarde, a espaldas de su padre, se había atrevido a reírse cruelmente de Alexia cuando tropezó bajo una abundante lluvia y se salpicó de barro su vestido azul nuevo. No iban a soportar una ofensa como ésa. Ah, cómo lo planeamos, hablando hasta altas horas de la noche sobre un castigo adecuado para su imperdonable comportamiento, nuestras mentes infantiles vivitas y maquinando todas las posibilidades… El plan final era sencillo y lo ejecutaron de forma perfecta dos días más tarde, cuando Francois estaba de guardia en la puerta principal. Alfred le había rogado al cocinero que le dejara llevar el café de la mañana a Francois, una tarea que a menudo había llevado a cabo para los empleados favoritos. Alexia había añadido algo especial a la fuerte y amarga bebida, sólo unas pocas gotas de una sustancia similar al curare que había sintetizado ella misma. La droga paralizaba los músculos pero permitía que el sistema nervioso continuara funcionando, para que el receptor no pudiera moverse ni hablar, pero sí sentir y entender lo que le estaba ocurriendo.

Alfred se acercó lentamente a las puertas de la prisión, tan despacio que el impaciente Francois salió a su paso. Sonriendo, sabedor de que Alexia había vuelto a la residencia y estaba observando y escuchando en la sala de monitores (Alfred llevaba un pequeño micrófono), se acercó a la barandilla antes de ofrecer, disculpándose, la taza de café a Francois. Ambos gemelos observaron con silenciosa alegría cómo se lo bebía a grandes tragos y cómo, pocos segundos después, respiraba con dificultad y se apoyaba con todo su peso en la barandilla del puente. Lo miré a la cara, a la expresión helada de miedo sobre sus refinados rasgos, y le expliqué lo que habíamos hecho. Y lo que íbamos a hacer. La mandíbula inmovilizada de Francois había llegado a emitir un suave chillido cuando comprendió que estaba indefenso frente a un niño. Durante casi cinco minutos, Alfred estuvo maldiciendo alegremente a Francois como a un descendiente de cerdos, como a un campesino sin modales, y pinchándole en la cadera con una aguja de coser demasiadas veces para poder contarlas. Paralizado, lo único que podía hacer Francois Celaux era soportar el dolor y la humillación, seguramente lamentando su conducta inhumana hacia Alexia mientras sufría en silencio.

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